Mi nacimiento en 1948 ya fue el primer viaje atrevido. No tanto porque se rompiera la pata de la cama y la partera de Gorbea llegara tarde, sino porque era el tardío y último hijo de una familia humilde de agricultores, que no anunciaba un viaje maravilloso. Para los cinco hermanos mayores que me precedían, la escuela estaba a más de una hora de camino por las montañas y eran cuatro viajes diarios. La iglesia, el molino, el resto de casas, a más de media hora.
Mi segundo viaje ya tuvo polémica. El
bautizo. La iglesia de Santa Eufemia de Ozeka ya no tenía libros ni
condiciones. Se acordó bautizarme en ella, que lo hiciera el cura de Quejana y
que se me inscribiera en la de Menoio. Un reparto a tres partes, que ya se
disputaban mi llegada.
A los dos o tres años mis hermanos me
metieron la primera gran caminata. Me llevaron a la escuela de Menoio para
presentarme en sociedad y hacer de juguete de la clase. Dicen que pinté en la
pizarra una mesa al revés. Yo no me acuerdo. Debió de ser mi primer largo viaje
atrevido sin la tutela de mi madre.
Donde empiezan mis recuerdos es cuando el
padre en verano me mandaba llevar los bueyes hasta el pozo de Pando, que me
cagaba de miedo antes de la campa del chopo, porque aquel gigante se movía y me
rugía con el viento. Eran mis cuatro años demasiado poco para alejarme medio
kilómetro del caserío por aquel barranco que me acosaban demasiados enemigos.
Los más de 500 kilos de peso de cada buey,
pareja orgullo de Pozoportillo y la zona, nunca me asustaron. Y hasta
los ataba alguna vez en la cuadra, aunque también me tiraran por culpa de
alguna mosca. Porque eran mis amigos.
Lo de ir a buscar la burra todavía era
peor. Y se escapaba a Lujo cada vez que andaba en celo, que era un comportamiento
que yo no entendía y nadie me lo
explicaba. Me quedaba agazapado en el límite de nuestra finca, a unos
cuatrocientos metros de casa, como si hubiera estado buscándola durante tres o
cuatro horas, hasta que se echaba la noche. La madre siempre me defendía. Pero
la burra ya no era mi amiga.
Alguna vez, ama me mandaba con el puchero
de comida al encuentro de mis hermanos. No les evitaba la caminata, porque me
paraba en cuanto no veía las paredes, o sea a trescientos metros. Pero me lo
agradecían porque así el padre no les mandaba algún trabajo extra y hasta
jugaban un rato. Un día se me cayó la comida, la malrecogí y no sé lo que
comieron los pobres. Creo que no me pegaron mucho y además me libré de
llevársela más días.
Otra cosa imborrable, que se mantiene
grabada en mi mente, fue aquel viaje
andando desde Pozoportillo hasta Aresketa, hoy la casa Ozekabarri en Amurrio.
Siete años y setiembre de 1955. Iba a empezar en la escuela de un gran pueblo.
Merecieron la pena los once kilómetros a pie, aunque mi madre a partir de Respaldiza ya me tenía
que decir que era la siguiente casa.
Pero recuerdo que fue mi padre el que me
llevara a la gran ciudad a comprar el traje de la Primera Comunión. Marzo de
1957, la Tijera de Oro, calle San Francisco en Bilbao. La mayor vergüenza la
pasé cuando las chicas me probaron el
pantalón. El lugar que más me impresionó fue el puente de hierro de
Conde Mirasol, por donde repetí la pasada. Y el miedo mayor fue mear en la
calle, donde estaba superprohibido, porque había que hacerlo en urinarios
públicos y pagar por ello.
En moto Vespa y de paquete viajé con 11 años de Amurrio a Laguardia |
Mi cuerpo era aún de niño cuando el
destino me enviaba a un viaje más largo. El 2 de octubre de 1959 el cura Don
Vicente me llevó en su moto Vespa hasta Laguardia de Alava. Lo de menos fue el
casi centenar de kilómetros por el puerto de Orduña, Miranda y Haro, del que
recuerdo dos anécdotas simpáticas. En las curvas me inclinaba al principio para
el lado contrario y en Haro al mediodía todos miraban a través de cristales
oscuros o rendijas un eclipse solar que anunciaban como casi único en el siglo.
Lo importante de aquel día para mí, fue el atrevimiento sin lágrima ni miedo
alguno del alejamiento del nido familiar hacia un mundo tan lejano como
ignorado y diferente. Los seis años que duraría mi internado en los seminarios
de Laguardia y Vitoria han dejado huella indeleble y sus humanidades me han
abierto muchas puertas del mundo.
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