martes, 9 de octubre de 2012

VIAJES EN LA NIÑEZ

Mi nacimiento en 1948 ya fue el primer viaje atrevido. No tanto porque se rompiera la pata de la cama y la partera de Gorbea llegara tarde, sino porque era el tardío y último hijo de una familia humilde de agricultores, que no anunciaba un viaje maravilloso. Para los cinco hermanos mayores que me precedían, la escuela estaba a más de una hora de camino por las montañas y eran cuatro viajes diarios. La iglesia, el molino, el resto de casas, a más de media hora.



Mi segundo viaje ya tuvo polémica. El bautizo. La iglesia de Santa Eufemia de Ozeka ya no tenía libros ni condiciones. Se acordó bautizarme en ella, que lo hiciera el cura de Quejana y que se me inscribiera en la de Menoio. Un reparto a tres partes, que ya se disputaban mi llegada.

A los dos o tres años mis hermanos me metieron la primera gran caminata. Me llevaron a la escuela de Menoio para presentarme en sociedad y hacer de juguete de la clase. Dicen que pinté en la pizarra una mesa al revés. Yo no me acuerdo. Debió de ser mi primer largo viaje atrevido sin la tutela de mi madre.

Donde empiezan mis recuerdos es cuando el padre en verano me mandaba llevar los bueyes hasta el pozo de Pando, que me cagaba de miedo antes de la campa del chopo, porque aquel gigante se movía y me rugía con el viento. Eran mis cuatro años demasiado poco para alejarme medio kilómetro del caserío por aquel barranco que me acosaban demasiados enemigos. Los más de 500 kilos de peso de cada buey,  pareja orgullo de Pozoportillo y la zona, nunca me asustaron. Y hasta los ataba alguna vez en la cuadra, aunque también me tiraran por culpa de alguna mosca. Porque eran mis amigos.

Lo de ir a buscar la burra todavía era peor. Y se escapaba a Lujo cada vez que andaba en celo, que era un comportamiento que yo no entendía  y nadie me lo explicaba. Me quedaba agazapado en el límite de nuestra finca, a unos cuatrocientos metros de casa, como si hubiera estado buscándola durante tres o cuatro horas, hasta que se echaba la noche. La madre siempre me defendía. Pero la burra ya no era mi amiga.

Alguna vez, ama me mandaba con el puchero de comida al encuentro de mis hermanos. No les evitaba la caminata, porque me paraba en cuanto no veía las paredes, o sea a trescientos metros. Pero me lo agradecían porque así el padre no les mandaba algún trabajo extra y hasta jugaban un rato. Un día se me cayó la comida, la malrecogí y no sé lo que comieron los pobres. Creo que no me pegaron mucho y además me libré de llevársela más días.

Otra cosa imborrable, que se mantiene grabada en mi mente,  fue aquel viaje andando desde Pozoportillo hasta Aresketa, hoy la casa Ozekabarri en Amurrio. Siete años y setiembre de 1955. Iba a empezar en la escuela de un gran pueblo. Merecieron la pena los once kilómetros a pie, aunque  mi madre a partir de Respaldiza ya me tenía que decir que era la siguiente casa.
Pero recuerdo que fue mi padre el que me llevara a la gran ciudad a comprar el traje de la Primera Comunión. Marzo de 1957, la Tijera de Oro, calle San Francisco en Bilbao. La mayor vergüenza la pasé cuando las chicas me probaron el  pantalón. El lugar que más me impresionó fue el puente de hierro de Conde Mirasol, por donde repetí la pasada. Y el miedo mayor fue mear en la calle, donde estaba superprohibido, porque había que hacerlo en urinarios públicos y pagar por ello.



Panorámica Laguardia
En moto Vespa y de paquete viajé con 11 años de Amurrio a Laguardia
Mi cuerpo era aún de niño cuando el destino me enviaba a un viaje más largo. El 2 de octubre de 1959 el cura Don Vicente me llevó en su moto Vespa hasta Laguardia de Alava. Lo de menos fue el casi centenar de kilómetros por el puerto de Orduña, Miranda y Haro, del que recuerdo dos anécdotas simpáticas. En las curvas me inclinaba al principio para el lado contrario y en Haro al mediodía todos miraban a través de cristales oscuros o rendijas un eclipse solar que anunciaban como casi único en el siglo. Lo importante de aquel día para mí, fue el atrevimiento sin lágrima ni miedo alguno del alejamiento del nido familiar hacia un mundo tan lejano como ignorado y diferente. Los seis años que duraría mi internado en los seminarios de Laguardia y Vitoria han dejado huella indeleble y sus humanidades me han abierto muchas puertas del mundo.


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