Los seis años de internado no deben sonar
a encierro. En ellos hubo un importantísimo
período de aprendizaje para la vida digno de ser contado sin complejos
para desmitificar ciertas leyendas que ponen a los curas fuera de su lugar. Y
tan malo me parece endiosarlos como satanizarlos. Pero ese tema bien me merece
otro libro.
Mi despedida de los seminaristas en
Vitoria fue el 24 de junio de 1965. Volví a casa con mi colchón de lana en el
que había dormido seis cursos, un montón de libros y mi cabecita llena de
cosas. Y un problema urgente para resolver. Lo solté nada más llegar a casa.
Había dejado la “carrera de cura”.
El Seminario de Vitoria, por aquello del
año santo jacobeo que lo era el 1965 por caer el 25 de julio en domingo, había
preparado una peregrinaciòn a Compostela. Y mi cabecita llena de cosas se
propuso el primer mes de salida al mundo preparar un viaje a Santiago, para
coincidir con ellos. Decidido el reto, me quedaba conseguir el dinero sin
pedirlo y el permiso. Algún ahorrillo
que la vida me había enseñado a tener siempre como reseva y alguna propina por
algún trabajillo extra de verano me parecieron suficientes para mi plan. La
mentira piadosa de un cursillo en Miranda con mis compañeros del Seminario coló
fácil al decir que era gratuito.
Un año en Laguardia y cinco en este Seminario de Vitoria me enseñaron mucho |
A partir de aquí, lo más interesante me
parece trascribir textualmente mis anotaciones de entonces. Sólo tengo que
retroceder en el tiempo cuarenta y siete años del calendario.
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